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Pero Gina tenía un revólver

            —¿Un revólver? Para qué coño quiero yo esto.

Hacía 5 minutos que se había desconectado de la red.

Le había dado tiempo a vomitar, sentarse en el roñoso sofá de la esquina y encenderse un cigarrillo.

Ahora tenía toda la información en la cabeza. No hacían falta ni implantes de almacenamiento ni microchips, solo su cerebro y una pastilla.

La sensación no era fácil de explicar. Los datos estaban ahí, en algún lugar, como los cientos de letras de canciones grabadas en la memoria; cosas que aparecen solo cuando algo las activa, las estimula.

            —Cógelo —dijo Torres—. Está cargado.

            —¿Qué mierda me acabas de grabar?

            —Mejor que no lo sepas.

La mayoría de sus trabajos consistían en conectarse a la red y descargar información que no le interesaba a nadie: robos de datos confidenciales, pruebas de una infidelidad, un hijo con problemas de drogas. Contratos rápidos y sin complicaciones.

Se lo debía a su padre, que cuando se enteró de que se ganaba la vida como shipper, le dijo: «aléjate de cualquier basura corporativa, hazme caso».

Sabía de lo que hablaba. Había trabajado más de veinte años en una corporación digital.

            —¿Esto no iba a ser un rollo entre bandas? ¿Un topo que informaba al rival?

            —Lo siento, Gina. Yo hago lo que me mandan.

          —¡Hijo de puta! —Lo empujó con ambas manos—. ¿Por qué me has hecho esto? Es mi último encargo antes de tomarme unas vacaciones.

            —¿Vacaciones? ¿Tú?

            —¡Vete a la mierda!

            —Es solo por precaución. Desde aquí hasta el Hipercentro son solo tres paradas de metro. Nadie sabe nada, nadie va a molestarte.

            —¡Joder, Torres! ¿Desde cuándo nos conocemos?

            —Vamos, Gina. Solo por esta vez.

            —Si me pasa algo será tu puta culpa.

No le dio tiempo a terminar la frase.

La bala atravesó el cráneo de Torres.

Un boquete en la frente y una salpicadura de sangre en la pared.

Mientras intentaba asimilar lo que acababa de suceder, una tormenta de balas irrumpió en la habitación destrozando muebles, ordenadores y pantallas.

Se agachó y se cubrió la cabeza. Nunca creyó que ese armario de metal corroído fuera a salvarle la vida.

Cuando se hizo el silencio, entornó la mirada para poder ver a través de la polvareda que se había formado. Distinguió dos figuras que avanzaban en su dirección.

Los dos disparos dieron en el blanco.

Los dos hombres acabaron en el suelo.

Se le entumeció el dedo de la fuerza que tuvo que hacer para apretar el duro gatillo del revólver. Era muy viejo, «y solo caben cinco balas», pensó tras comprobar el tambor.

Se miró el reloj.

42:23:16

Hacía falta una hora, ni un minuto más, ni un minuto menos, para que la pastilla provocara el inicio del proceso químico y la información comenzara a aparecer ante sus ojos como una película de la que sabía absolutamente todo, desde el principio hasta el final. Cuando eso sucedía, era el momento de conectarse a un ordenador para descargar los datos, antes de que se quedaran grabados en su cerebro como un recuerdo.

Escuchó el quejido de uno de los hombres.

            —¿Quiénes sois? ¡Eh! —Le dio una patada en el costado.

Iba vestido con una chaqueta y unos pantalones oscuros, y portaba un visor inteligente en el ojo izquierdo.

Lo registró pero no encontró nada.

             —¡No jodas! —exclamó cuando vio el logotipo de la camiseta—. ¿Corps Tactics? ¿Militares? ¿Qué coño queréis? —Volvió a golpearle, aunque ya no respondió.

No tenía el comunicador encima, nunca lo llevaba cuando hacía un encargo, al igual que tampoco llevaba armas. No podía contactar con Nick, así que no le quedaba otra opción que la de alcanzar el punto de descarga y encontrarse con él allí.

Con todo el alboroto, no se había dado cuenta de que estaba dando pasos a un lado y a otro de la sala y no tenía un cigarrillo entre los dedos. «Definitivamente es una mala señal», habría dicho Torres. Pero Torres estaba muerto en el centro de su estudio de implantes, acompañado de los cuerpos de dos hombres de la mayor empresa militar contratista de la ciudad de Nueva York.

El soplido de los motores a reacción de varios skyners provocó que fuera como un rayo al ventanal del fondo. Separó el plástico de la persiana interior y echó un vistazo.

            —¡Mierda!

Dos skyners de combate con el logotipo de Corps Tactics estaban aterrizando en el callejón lateral.

            —Ha llegado la hora de largarse de aquí —murmuró.

Sabía que los subfusiles de los militares estaban protegidos con un gatillo dactilar, por eso registró el cajón del que Torres había sacado el revólver esperando encontrar cartuchos extra.

No hubo suerte.

Abandonó el local por la puerta principal, pensando que quizás estarían vigilando la salida trasera. Tenía razón, no había nadie en la acera de la avenida 41, excepto el viejo Gordon con su carro lleno de chatarra a cuestas.

            —Gina, ¡eh, Gina!

No le hizo caso. Salió a la carrera calle abajo, directa a la parada de ferrocarril.

Derecha, izquierda, golpe de hombro.

Repetir.

Esquivaba a la multitud concentrándose en lo que tenía delante. Ríos de caras anónimas cruzándose con su mirada inquieta, caras sin nombre, puros obstáculos en su camino.

Divisó las escaleras de color turquesa a unos cincuenta metros, «son solo tres paradas de metro», repetía una y otra vez en su cabeza.

Sintió como se levantaba un aire violento tras ella. La onda expansiva del vuelo bajo de un skyner lanzó al suelo a decenas de personas, incluida Gina. Giró la cabeza y siguió el giro del vehículo. Todos salieron corriendo y dejaron libre un espacio donde el skyner se dispuso a aterrizar.

La gravilla del asfalto se le clavó en las palmas de las manos cuando se levantó.

Uno, dos, tres, hasta cuatro puntos rojos repartidos por el torso.

Ese fue el momento en el que se dio cuenta de que no podían matarla si querían recuperar toda la información intacta.

Levantó la mano derecha y enseñó el dedo corazón a la puerta del skyner, un vehículo más peligroso de lo que aparentaba, pero que Gina conocía bien. Había pilotado cientos de prototipos como piloto de pruebas. «¿Por qué diablos dejaste ese trabajo?», le había dicho Pearl. Y ahora era Gina la que se hacía la misma pregunta mientras esperaba a que se abriera esa maldita puerta.

Dos skyners más sobrevolaban los alrededores haciendo círculos. Las luces de neón se reflejaban en sus agudas lunas delanteras con más intensidad conforme iba oscureciendo.

Solo podían viajar dos personas, eso también lo sabía Gina, como también sabía que el punto débil se encontraba justo entre los dos motores traseros, exactamente en esa minúscula placa metálica sin reforzar.

            —El puto depósito de hidrógeno —susurró.

La puerta se abrió y los puntos rojos desaparecieron. Salió un hombre alto y fornido que portaba un ciberfusil autónomo.

             —No te muevas. —Estaba apuntando desde unos veinte metros de distancia.

Gina tragó saliva, estaba nerviosa, aunque nada en comparación con lo que sintió cuando a la derecha del soldado se presentó un vehículo de reanimación.

            —No, no, no —dijo Gina.

La iban a matar y la iban a reanimar para descargar los datos.

            —¡Manos arriba! —gritó el hombre.

Gina dudó.

La mano derecha se elevó ligeramente por encima de la izquierda porque ésta estaba agarrando el revólver que llevaba dentro de la cazadora. Era un movimiento que debía parecer fluido y natural. Pese a no estar acostumbrada al tamaño del arma, salió a la perfección.

Le pareció que todo estaba pasando a cámara lenta, concentrada en dos cosas: el blanco al que debía acertar y el desgastado gatillo del revólver.

Le habían enseñado a disparar con precisión como una ciencia de posición, fuerza y movimiento. Y la verdad es que Gina siempre tuvo un don.

¡Bum!

Se lanzó a la carrera escapando de la deflagración que se le venía encima como una tempestad de fuego y metal. Huyó escaleras abajo y se encaminó a paso ligero hacia el andén.

Pintadas, pantallas y un ajetreo de gente nerviosa la acompañaron hasta que llegó a la barrera giratoria.

Escáner facial y puertas abiertas.

29:55:33

            —Atención —la voz femenina retumbó por los altavoces—. El servicio de metro en esta parada queda suspendido temporalmente. Este es el último tren.

El mensaje se repetía mientras Gina observaba como la gente se tiraba a los vagones que todavía permanecían abiertos.

Los gritos cesaron tras un estallido que vino del corredor, al que siguió el estruendo de las ráfagas de los fusiles de asalto.

El tren cerró las puertas y arrancó.

Gina logró entrar antes de que se cerraran las puertas. «Esto tiene que ser algo muy gordo», pensó antes de encontrarse en la oscuridad del túnel.

Trató de evadirse en una esquina. Habían vuelto las arcadas, pero no quería vomitar rodeada de desconocidos.

«Aunque no sería la primera vez», recordó.

Se llevó la mano al vientre y miró por encima de las cabezas. En la primera parada se apeó la mayoría de la gente, sin embargo, fue reemplazada al instante por nuevos pasajeros, en esta ocasión sin gritos ni golpes, solo el típico rumor de las conversaciones ajenas y el pitido de aviso del cierre de puertas.

En la segunda parada la situación se complicó. Estaba totalmente vacía.

Conforme el tren alcanzó el andén, Gina se dio cuenta de que había militares controlando las tres salidas. Los vagones comenzaron a vaciarse entre expresiones de asombro y protesta.

            —Atención, el servicio de metro queda suspendido hasta nuevo aviso, abandonen el tren ordenadamente. Atención, el servicio...

Gina se agazapó y se dirigió a la puerta trasera. Abrió con cuidado, una potente linterna la deslumbró.

            —¡Alto!

Había tenido tiempo de calcular el ángulo desde el que provenía la luz. Por la voz, supuso que el militar estaría a unos diez metros.

El disparo sonó áspero pero contundente. Un hilo de humo apareció por el cañón del revólver.

La linterna cayó en las vías y la luz se apagó.

Rodeó el vagón y avanzó hacia el tren que venía en su dirección. Se agachó para no quedar deslumbrada por los faros sin quitar ojo de los militares que se movilizaban tras el estruendo del disparo.

Respiró hondo y ladeó el cuerpo.

Se vio atrapada entre los dos trenes, envuelta en el ruido de los frenos y el aire tibio que desprendían. No se detuvo, alcanzó el túnel y se puso a correr.

17:04:41

Por el eco de los pasos, debían de ser unos diez hombres. Las linternas daban sacudidas nerviosas arriba y abajo.

               —La estación de la 28 está muy cerca —dijo en voz baja.

Vislumbró el final del túnel y se preguntó si también habrían bloqueado esa estación. El tren que la abandonaba pasó por su lado. El chirrido de las vías la obligó a apretar los dientes y pegarse a la pared de su derecha.

La estación parecía tranquila. Saltó al andén y se perdió en el bullicio.

La claridad del exterior provenía de neones y pantallas. El cielo solo desprendía unos destellos pálidos que se desvanecían entre los rascacielos mucho antes de llegar al suelo.

El punto de descarga se encontraba en el sótano de un link-club, el lugar donde los ricos se evadían de la realidad desde un sillón de cuero. Se accedía a través de una puerta protegida con un sensor de iris ubicada al final de unas escaleras que se hundían en el asfalto.

Descendió y acercó la cara. Una luz verde se iluminó en la cerradura.

Nick la vio despeinada, con los pantalones sucios y cara de pocos amigos.

Gina lo ignoró y se fue directa al baño.

Tenía que vomitar.

            —¿Qué te ha pasado?

            —¿Qué coño habéis hecho? ¿eh? ¿Por qué diablos me están persiguiendo militares de Corps Tactics por toda la ciudad? Han usado skyners y han bloqueado estaciones de metro. ¡Ah!, y Torres está muerto.

Nick se llevó la mano a la barbilla y se giró.

            —¡Joder!

            —¿Joder? Explícame de que va todo esto y dame un puto cigarro.

Nick se había puesto nervioso y eso era una mala señal. La última vez que Gina recordaba a Nick en ese estado, estaba atado a una cama acompañado de un gordo desnudo y un robot.

            —Gina, esto no tenía que haber pasado. —Le tendió el cigarrillo y se lo encendió.

            —¿Qué me habéis grabado?

            —Es un arma química.

            —¿Qué?

            —Ha sido desarrollada por una corpo.

            —¿Y qué tienen que ver los militares con todo esto?

            —Eh... el comprador es el gobierno de la ciudad.

            —¡Nosotros no trabajamos con esos cabrones!

En ese instante, Gina se dio cuenta de que algo no iba bien.

Siempre que hacía una entrega Wilson estaba allí.

Hoy estaban los dos solos.

Siempre sonaba buena música rock de fondo.

Hoy sonaba la radio.

Siempre había una botella de vodka para emergencias.

Hoy estaba por la mitad.

Gina dio dos pasos hacia atrás.

            —Dime qué está pasando aquí.

Nick se percató del temblor en su voz.

            —¿Te han seguido? Tenemos que descargar la información.

Gina sintió un pinchazo en el vientre. Lanzó el cigarro al suelo.

08:12:44

Sacó el revólver y le apuntó.

            —No me jodas, Nick.

            —No podía rechazar tanto dinero... Me han prometido el antídoto, puedo compartirlo contigo.

Gina desvió la vista a los monitores de videovigilancia. La calle estaba vacía.

            —¡No te muevas!

            —Te encontrarán y te sacarán todo de la cabeza, te extraerán los recuerdos si hace falta. No puedes hacer nada, no puedes luchar contra ellos.

            —¡Te he dicho que no te muevas! Eres un cabrón, ¿cómo se te ocurre meterme en esto?

            —Si no lo hubiera hecho yo lo habría hecho otro.

Gina retrocedió hasta la puerta.

            —¡No te vayas! ¡Podemos salvarnos!

Corrió escaleras arriba y observó que habían cortado la calle. Estaban haciendo un barrido aéreo y terrestre por ambos lados desde dos manzanas de distancia. Los skyners volaban haciendo eses y varios escuadrones inspeccionaban y desalojaban comercios y edificios.

De entre todas las cosas que se le estaban pasando por la cabeza hubo una que le hizo gracia: sentía pena por Nick. Descubrió que era un desgraciado el mismo día que lo conoció y lo primero que hizo fue intentar llevársela a la cama. Pero no había nadie que hiciera mejor su trabajo.

Todavía había gente en las calles adyacentes. Miraban al cielo, casi oscurecido por completo, y se refugiaban en los portales.

Su mejor opción era moverse hacia el oeste y aprovechar el laberinto de rascacielos del Hipercentro para despistarlos. No tenía ni idea de lo que iba a hacer después.

«Un plan de mierda», pensó mientras caminaba buscando refugio bajo cornisas y andamios, alejándose de la lluvia de luz que arrojaban los hologramas publicitarios.

Todo cambió cuando un skyner tomó tierra en medio del cruce que tenía delante.

Gina se ocultó en un portal.

Dos hombres armados salieron de la nave. Uno de ellos fue a la estación de carga de hidrógeno que había en la esquina y miró a través de la puerta. Le hizo una señal a su compañero y entró.

Gina respiró hondo.

            —Piensa, piensa —susurró.

El militar que se había quedado junto al skyner estaba redirigiendo el tráfico y ordenando a la gente que abandonara las aceras.

Gina corrió hacia él cuando le dio la espalda.

            —¡Quieto!

Sabía que se iba a dar la vuelta, por eso tenía la mano en la empuñadura del revólver. Tenía que ser rápida y certera, un disparo limpio en la ingle, con suerte, lo atenderían antes de desangrarse.

El problema es que no había pensado lo suficiente antes de actuar.

«¿Cuántas balas me quedan?».

Los tres segundos siguientes le parecieron interminables.

«¿Una? ¿Ninguna?».

El corazón se le iba a salir del pecho.

«¿Cuántas he gastado?».

¡Bang!

El ciberfusil se le desprendió de las manos y cayó sin haber tenido tiempo de ver quién le había disparado.

Gina se apresuró a montarse en el skyner.

Palanca de ignición.

Carga de baterías: baja (15%).

Controladores de vuelo: OK

Sistema de posicionamiento: OK

Procedimiento de despegue automático en marcha.

Confirmar vuelo estacionario.

Gina presionó el botón y el skyner se elevó a una velocidad endiablada.

Hizo presión en los mandos de la nave, que se deslizó de forma suave pero firme.

«Hacía mucho tiempo que no tenía esta sensación».

Navegó sin rumbo. En cuanto dejó atrás el centro de la ciudad, una luz roja y un mensaje de aviso aparecieron en la pantalla. Estaba traspasando los límites de su jurisdicción.

Fueron cinco minutos en los que tuvo tiempo para poner la mente en blanco y reflexionar sobre lo que le había pasado hoy.

            —¿Qué se supone que debo hacer?

Miró el revólver, descansaba en el asiento del copiloto, se acarició la cabellera y dejó escapar el aire de sus pulmones.

El pitido del reloj le hizo olvidarse de las ganas de vomitar.

00:00:00

Estiró el cable y lo conectó en la ranura ubicada tras la oreja. La información se proyectó en el cristal delantero.

 

Respuesta a la imperante necesidad de reducir la población de la ciudad de Nueva York.

Virus de alta transmisibilidad y elevada capacidad de contagio.

Ataca las vías respiratorias causando inflamación e infección.

Estimación de contagio: un 80% de la población.

Estimación de muertes: un 40% de los infectados.

Mortalidad elevada en niños (0-4 años) y adultos (desde los 40).

El proceso tendrá una duración aproximada de 3 años durante los cuales

se podrán implementar sistemas de control sin provocar

un descontento masivo, amparándose en la gravedad de la situación.

Zonas de cuarentena / Zonas de exclusión.

Microchips para los inmunizados.

Limitaciones en transporte público.

Aumento de controles policiales.

 

Había mucho más, pero no quiso verlo.

Cuatro skyners la seguían de cerca.

            —Tranquilízate Gina, piensa.

Sobrevoló la zona industrial, un área repleta de enormes fábricas y avenidas de almacenes idénticos, hasta que divisó los depósitos de la corporación petrolera a unos cientos de metros de su posición.

Otro skyner se había unido a los que la perseguían.

Las lágrimas resbalaban por las mejillas y sentía una fuerte presión a la altura de la garganta.

Se tocó el vientre.

Vio el reflejo de la mitad de su cara en el cristal. La otra mitad se fundía con el blanco gastado de los depósitos de combustible.

El indicador de las baterías del skyner parpadeaba en rojo.

Agarró con firmeza los mandos de la nave.

Cerró los ojos.

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J. Fragoso
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