Me gusta tu chip
Se sobresaltó por culpa del sonido de las sirenas de la policía.
Lo de siempre en el centro, lo odio.
Jess estaba en una de las veintidós máquinas expendedoras, una al lado de otra y al borde de la carretera, tratando de comprarse el desayuno.
Escuchó la voz de Walter a través de los auriculares:
—Quedan diez minutos para llegar a tu destino.
Las clases en el instituto empezaban en cinco. Se guardó la barrita energética en la mochila y se dio toda la prisa que pudo.
La puerta se cerraba automáticamente a las 9:00 de la mañana. Estaba hecha de un metal pesado, barrotes de tres metros y un mecanismo a prueba de cualquier fuerza imaginable.
—20, 19, 18 …
El bot de servicio lanzaba destellos rojizos cada vez más intensos.
—3, 2, 1...
Por los pelos.
Comprobó que la mochila seguía en su espalda y ralentizó el paso por la avenida que conducía al edificio principal, una exhibición de luces led, aluminio brillante y vegetación sintética que parecía...
Sintética.
Ricos, cerebritos, hijos de famosos, «wannabes» y Jess. Así se podría resumir al grueso de los alumnos del Instituto Número 5 de Malibú.
¿Por qué había ido a parar ella a ese instituto? Era una pregunta que no tenía una respuesta fácil.
Jess nunca conoció personalmente a su padre, pero sabía que había sido uno de los «Inspirers» más célebres de la ciudad.
Cómo alguien puede ganar tanto dinero haciendo vídeos sobre cómo deben vivir los demás es algo que nunca he podido entender.
Su madre, prostituta y drogadicta, había conseguido una caravana en el Monterey Trailer Park, donde habían vivido hasta que la policía llamó a la puerta para informarles de la herencia que les dejaba su padre: 10 millones de dólares y una casa en una de las pocas zonas costeras habitadas fuera de Nuevos Ángeles. Todo gracias al desinteresado trabajo del mejor abogado de la ciudad: Jan Krakowski y su comisión de, «tan solo», el 40%.
Dos años y 5,5 millones de dólares dilapidados más tarde, Jess colocaba el tablet sobre la última mesa de la tercera fila de un aula con 42 alumnos, una pizarra interactiva y una profesora que, como era habitual, había terminado diez minutos antes para irse a fumar.
Su única amiga no estaba en su clase, donde solo se hablaba con Peter, un chico que se movía gracias a un llamativo exoesqueleto implantado neuralmente en su cabeza rapada. Le llamaban «Cableado» y tenía una mesa para él solo porque no cabía otra persona a su lado. Jess odiaba a casi todos sus compañeros, especialmente a cuatro de ellos.
Las risas que retumbaron en la clase le dolieron más que el chicle que acababan de pegar a su pelo. Cómo no, había sido su querida Linda, que cada vez que pasaba cerca de ella le enseñaba su sonrisa perfecta.
Maldita zorra, un día te arrancaré esos dientes.
A veces pensaba cosas peores, cosas que sabía que nunca sería capaz de hacer por mucho que quisiera.
—¡Viscoso! —gritó Jimmy.
—¡Viscoso! ¡Viscoso! —gritó al unísono el resto de la clase.
Siempre pasaba lo mismo. Jimmy era el segundo, el instigador en la sombra, el que animaba a hacer alguna gamberrada, el que proponía las bromas más pesadas.
No se callaron hasta que llegó el profesor de Español.
Boris era un androide mejor preparado que la mayoría de los profesores, cincuentones amargados en crisis que pagaban sus frustraciones con los alumnos. Boris siempre estaba de buen humor, respondía a todas las preguntas y explicaba con claridad.
Lástima que solo sea una prueba piloto de un semestre.
Después tuvieron Historia y Lengua hasta las 12, cuando comenzaba la pausa para comer algo: 15 minutos de ritmo frenético para que diera tiempo a hacer todo. Desconectar el tablet, coger la barrita energética de la mochila, salir de la clase en dirección a las escaleras, subir tres plantas.
Cuando salían al patio superior quedaban 10 minutos, de los que 3, los usaban para volver al aula.
—¡Ya está! —dijo Ellie—. ¿Cuándo vas a enfrentarte a ella? No puedo estar cortándote mechones de pelo cada semana.
Ellie tenía razón, pero la única vez que le plantó cara, Linda le plantó la mano, en su cara.
Es increíble la fuerza que tiene esa maldita zorra.
—¡Oh, no! —exclamó Ellie.
Eso significaba malas noticias, y estando en el patio, solo podía ser una cosa: «Bang, bang Jess». Esta vez no pudo ver quien era el «agraciado» al que llevaban en brazos. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, lo lanzaron contra ella.
—¡Bang, bang! —dijo Kevin, el tercero de los odiados.
Las risas volvieron a doler, aunque ahora también dolía el golpe que se había dado contra el suelo. Ellie la ayudó a levantarse, al menos había salvado la barrita energética.
—Envía el mensaje «me gusta tu chip» a este número y gana un magnífico microchip + implante de titanio que te dará la fuerza de un superhéroe —leyó Jess en el paquete.
—Envíalo.
—Es un timo para guardar tu número y bombardearte con mensajes holográficos. No te dejan ni dormir.
—Pregúntale a Walter, a ver qué te dice.
—¿Walter? ¿De dónde es este número? —Lo analizó con la cámara.
—El número pertenece a la corporación Booster S.A, la sede central se encuentra en Houston pero tienen oficinas en Nuevos Ángeles y …
Jess guardó el móvil en el bolsillo y miró a Ellie.
—¿Lo ves? Existe —le dijo.
Sus ojos se fueron al grupo que todavía se estaba riendo de ella.
—¿Quieres que lo envíe? ¿En serio?
—Venga.
Jess volvió a sacar el móvil y envió el mensaje.
—Ya está. Si por la noche empiezan a aparecer barritas energéticas por mi habitación, será tu culpa.
—Vamos, se nos acaba el tiempo.
Dos aburridas y cansinas lecciones más: Ecología y Robótica.
Jess creía que lo peor ya había pasado, otro día de mierda en el instituto, pero todavía le esperaba Tommy. El cerdo de Tommy era hijo de una ex estrella del rock al que las drogas le habían frito tanto el cerebro que no parecía ser consciente de lo que significaba ser padre. Aunque el Buck Salto descapotable con el que llegaba al instituto pudiera llevar a confusión.
El cuarto odiado apareció por detrás cuando Jess estaba a punto de rebasar la puerta. La zancadilla, un clásico, en el sitio justo y en el momento adecuado para que cayera en medio del bullicio.
—¡Ahora! —gritó Tommy con todas sus fuerzas.
Una lluvia de esa papilla apestosa que servían en el comedor cayó sobre Jess, de rodillas en el suelo y con las gafas rotas.
Todos, absolutamente todos los que estaban allí lanzaron esa mierda.
Después, las risas, y el bot de limpieza.
—Sucio, sucio, sucio, sucio —repetía la voz robótica.
Se puso delante de Jess, la roció con el líquido limpiador y le pasó el cepillo por la cara.
Las risas se hicieron más audibles.
Sin mirar a nadie, Jess se levantó y se fue en dirección a casa. Ellie la alcanzó al poco tiempo.
—¿Estás bien?
—¿Tú qué crees?
—Se te han roto las gafas.
—No importa, necesitaba unas nuevas.
Llegaron a la esquina donde se separaban, un cruce concurrido con dos enormes palmeras a ambos lados.
—¿Seguro que estás bien? —insistió Ellie.
—Vete, vas a llegar tarde.
Y no, no estoy bien.
Ellie se alejó a paso ligero. Había quedado con su novio, un «joven» de 37 años que seguía la filosofía «bigshare»: no tenía nada pero tenía todo. Vivía en una casa que no era suya y conducía un vehículo que no era suyo. Jess no estaba segura de si Ellie era consciente de lo que eso significaba para ella.
Un mensaje llegó al móvil. Los del chip habían contestado que era la afortunada ganadora del premio y le daban un código y una dirección donde podía ir a reclamarlo.
Le pidió a Watson que le indicara dónde estaba el lugar.
Casi dos horas de viaje en autobús. Menos de una hora si cogía el super-T en Santa Mónica.
Odio viajar colgada, esas cápsulas son demasiado pequeñas para ir tan rápido.
Finalmente lo hizo.
Se pasó el viaje escuchando música, tratando de ignorar la conversación de la joven que tenía al lado. Durante los 20 minutos que duró el trayecto no dejó de hablar de que no entendía cómo su nuevo jefe podía ser un robot.
Tras recorrer un par de calles, Watson le comunicó que había llegado a su destino.
La puerta de aquel lugar invitaba a marcharse y se podía resumir en dos palabras: basura y pintadas. Del mal olor era mejor no hablar.
El bot de recepción leyó el código y le pidió que pasara a la sala que había a la derecha. Un hombre con bata, ojeras y una mano biomecánica le preguntó por su edad elevando la voz por encima de la escandalosa música guitarrera que salía de los altavoces junto al ordenador.
—21 —mintió Jess.
—Firma aquí y túmbate —dijo el tipo tras mirarla con indiferencia—. ¿Eres diestra o zurda?
—Diestra.
—Vale —dijo antes de ponerle la mascarilla transparente.
Recordaba haber salido de allí como si hubiera estado bebiendo toda la noche; de lo que no recordaba nada, era de cómo había vuelto a casa.
Se miró el brazo, desde el hombro hasta el codo tenía una fina incisión acabada en cromo. Se tocó la parte de atrás de la cabeza y notó una pequeña cicatriz. Era un minúsculo electrodo.
¿Y ahora qué?
La mañana iba como siempre hasta que cogió el superbatido que tomaba para desayunar y lo reventó manchando todo de ese color entre rosa y fucsia que tan poco le gustaba.
Cerró y abrió la mano varias veces, volvió a mirarse el brazo.
Nada.
Por supuesto, llegaba tarde al instituto.
—3, 2, 1... —contó el bot.
La pesada puerta se iba a cerrar en su cara. Puso la mano instintivamente y la paró sin esforzarse. La empujó y se abrió con un chirrido estridente.
¡Guau!
El pasillo estaba vacío, caminaba dejando atrás las taquillas iluminadas con leds rojos hasta que vio una abierta e iluminada en verde. Se cerró y apareció la figura de Jimmy.
Este cabrón y sus ideas.
—Hola Jess, ¿cómo estás hoy? —dijo con sorna, acercando su cara a la de ella.
Fue instintivo.
¡Pum!
El cuerpo de Jimmy se incrustó en una de las taquillas.
Jess se miró la mano boquiabierta.
Él luchaba por respirar y lanzaba gemidos de dolor.
—Si vuelves a intentar joderme te voy a dar más fuerte.
Se fue a clase.
Las lecciones de Matemáticas e Historia pasaron volando.
Al levantarse se topó cara a cara con su querida Linda. Le enseñó su preciosa dentadura y se fue hacia la puerta.
Jess fue tras ella.
—¿Qué coño quieres?
—Ese es el último chicle que vas a masticar.
Con la mano abierta, de frente y apuntando a la boca.
El resultado: Linda tirada en el suelo del pasillo, sin dientes y con sangre por todas partes.
—Zorra —dijo Jess antes de irse con una sonrisa en la cara.
Los estudiantes comenzaron a acumularse cerca de su clase, hubo gritos y confusión.
Jess se tocó el minielectrodo.
Qué me ha instalado ese cabrón.
Lo que había empezado como un accidente se convirtió en una venganza, y lo más curioso de todo es que no tenía planes de parar.
Encontró a Tommy entrando al baño.
Le siguió.
—¿Habéis visto lo que ha pasado en la clase 7C? ¡Sangre! —dijo Jess a los dos grandullones del equipo de fútbol.
Tommy salió de la tercera puerta.
—¿Qué ha pasado?
Se habían quedado solos.
Jess le agarró de la cabeza y le levantó del suelo. Intentó resistirse. Le agarró más fuerte. Gritó.
—¡Cállate!
Le arrastró de nuevo hasta la puerta, cerró y le obligó a ponerse de rodillas frente al retrete.
—Vaya, no te ha dado tiempo a tirar de la cadena.
Le hundió la cara en el agua durante 5 segundos.
—¡Déjame...
Repitió la acción. 10 segundos.
—Te he dicho que te calles.
—¡Estás loca!
Tercera. 15 segundos.
—Olvídate de que existo.
30 segundos.
Le dejó llorando y vomitando.
Solo queda uno.
Se asomó al pasillo y observó el revuelo que se había formado: alumnos, profesores, el bot de enfermería y el bot de seguridad.
—Atención a todos los alumnos, las clases continúan con normalidad, despejen el pasillo —retumbaron los altavoces.
Volvió a clase convencida de que se la iban a llevar al despacho del director, pero en el pasillo solo se había quedado el bot de limpieza quitando los restos de sangre de la preciosa Linda.
Se sentó. Todos sus compañeros estaban en silencio.
Kevin no dejó de lanzarle miradas de reojo durante las dos horas de clase, si tuviera que apostar, diría que estaba cagado de miedo.
Sonó el timbre y salió al patio.
—Jess, ¿has sido tú? —preguntó Ellie.
—Es el chip —le dijo en voz baja—. Ayer fui a ponérmelo, está haciendo algo en mi cabeza.
—¿En tu cabeza? ¿Pero no era un implante para el brazo?
—Sí, pero algo está pasando. Tengo impulsos que no puedo controlar.
—Linda se ha quedado sin dientes y a Jimmy se lo han llevado en silla de ruedas.
—No está mal.
—Joder, Jess.
—Todavía no he terminado. Nos vemos luego.
Lengua y Programación se hicieron eternas, especialmente la última, donde el «profesor cuadrado» estuvo una hora hablando de lo mismo por tercera clase consecutiva.
Salió decidida a terminar lo que había empezado y enganchó a Kevin cuando bajaba por las escaleras. Lo arrastró hasta la puerta de la sala de profesores. Nadie tuvo el valor de intervenir.
—No, no, por favor —le rogó—. No me hagas daño.
—Ahora me toca a mí disparar.
Le agarró el jersey por la espalda.
—¿Listo?
—¡Por favor!
Se había meado en los pantalones.
Jess abrió la puerta y lo lanzó bruscamente contra la mesa rectangular donde estaban sentados los profesores.
—¡Bang, bang!
Pensó en salir corriendo pero se marchó caminando. Un extraño alivio fluyó por su interior cuando abandonó el instituto. Todos la miraron, provocando que se sintiera aún mejor.
Esto sí que no me lo esperaba.
Ellie se puso a su lado cuando estaba a punto de llegar al cruce. Había venido corriendo.
—¡Jess! Me han contado lo de Kevin, te has librado de una buena, nadie ha dicho nada y no saben quién ha sido.
—La verdad es que me da igual.
—¿Estás bien? ¿Aún sientes algún impulso?
—No. Estoy bien, de verdad.
—¿Seguro?
—Mejor que nunca —dijo contemplando el horizonte, donde el cielo se fundía con el mar con un tono rojo intenso.
—Menuda locura, Jess.
—Se lo merecían.
—¿Puedo verlo?
Se remangó y le mostró la incisión.
—¿No te duele?
—No —respondió Jess.
—¿Sabes qué? Me gusta tu chip.